Con el paso de los años los signos de sequedad están cada vez más presentes y pueden verse también más fácilmente. Con la edad, la piel puede incluso volverse áspera y frágil.
Con el paso del tiempo, el metabolismo se ralentiza, las células de la piel se regeneran menos rápido y peor, y la actividad de las glándulas sebáceas disminuye.
Todo ello se traduce en una piel más fina y más frágil, con una película hidrolipídica que ya no desempeña su función de barrera al 100% y retiene peor el agua naturalmente presente en la piel.
Como resultado, la piel cambia y se vuelve más seca. A este fenómeno del envejecimiento cutáneo se suman además los cambios hormonales que se producen en torno a la cincuentena. Durante la menopausia, la caída de los niveles de estrógenos tiene como consecuencia directa la disminución de la producción de fibras de colágeno y de elastina. Esta reacción en cadena produce una alteración de la barrera cutánea y un aumento de la sequedad cutánea que puede afectar a todos los tipos de piel.
El sol, el frío y el viento agreden la piel. Por tanto, con el tiempo, es necesario prestar cada vez más atención. Aunque de joven su piel no fuera seca y no tuviera la costumbre de protegerla, es imprescindible hacerlo una vez pasados los treinta.
De hecho, a esta edad la piel ya empieza a cambiar y las funciones cutáneas se alteran. Es primordial pues adaptar su rutina en función de las necesidades de su tipo de piel con el fin de recuperar flexibilidad y comodidad.
Aplicarse una crema solar también debe convertirse en un reflejo, tanto en verano como en invierno. Algunas personas tienden a olvidarlo pero, aunque no haga calor, los UV siguen alterando la piel.
